Capítulo II

En los años 1625 y 26 Madre Coraje atra­viesa Polonia, junto al bagaje de los ejér­citos suecos. Frente a la fortaleza de Wallhof se encuentra de nuevo con su hijo. Exitosa venta de un capón y días de gloria para el hijo temerario. La acción en la tien­da del Mariscal. A un costado la cocina. Retumban los cañones. El COCINERO está discutiendo con MADRE CORAJE, que quiere venderle un capón.

Cocinero. ¿Sesenta dineros por esta ave mísera?

Madre Coraje. ¿Ave mísera esta bestia rechoncha? ¿Me quiere contar que no vale ni sesenta dinerillos para un Mariscal como el suyo, más comilón que una vaca? ¡Pobre de usted si hoy no hay nada para el almuerzo!

Cocinero. Por diez dineros le consigo una docena de éstos en cualquier rincón.

Madre Coraje. ¿Qué? ¿Un capón como éste quiere con­seguirlo en cualquier rincón? ¿Cuando estamos de sitio y hay un hambre como para agujerear las tripas? Una rata puede que consiga; digo puede, porque la mayoría de ellas ya han sido devoradas, y andan de a cinco hombres co­rriendo medio día detrás de una rata. ¡Cincuenta dineros por un capón habiendo sitio!

Cocinero. ¡Pero si nosotros no somos los sitiados!... Ellos son los sitiados. Nosotros, los sitiadores. ¿No le entra eso en la mollera?

Madre Coraje. Con todo, no tenemos nada para hincar­le el diente. Tenemos menos que los de la ciudad. Se lo han llevado todo adentro. Están viviendo la gran vida, me han dicho. ¡Pero nosotros! Estuve con los labriegos y no tienen nada.

Cocinero. Tienen. Lo que pasa es que lo ocultan.

Madre Coraje. (Triunfante). No tienen. Están arruina­dos, eso es lo que pasa. Se están tragando sus propias en­trañas. He visto a algunos que revuelven la tierra, bus­cando raíces, y se chupan los dedos por unas riendas de cuero hervidas. Así están las cosas. Y yo tengo aquí un capón y lo quiero vender por cuarenta dineros.

Cocinero. Treinta, cuarenta no. He dicho treinta.

Madre Coraje. Oiga, éste no es un capón vulgar. Era una bestia talentosa; me han dicho que sólo dormía con música, y que hasta tenía su marcha favorita. Hacía cuen­tas, de puro inteligente. ¿Y le parece entonces que cuarenta dineros es demasiado? El Mariscal le arrancará las orejas si no le sirve un buen almuerzo.

Cocinero. Mire lo que hago. (Toma un trozo de carne de vaca y hace ademán de cortarlo). Aquí tengo un trozo de carne de vaca y lo freiré. Le doy un último plazo para pensarlo.

Madre Coraje. Fríalo no más. Es del año pasado.

Cocinero. De anoche es. Anoche la vaca todavía estaba corriendo. Yo mismo la he visto.

Madre Coraje. Entonces ya habrá apestado en vida.

Cocinero. Si fuese menester la cocino cinco horas, a ver si sigue dura. (Corta).

Madre Coraje. Échele mucha pimienta, así el señor Mariscal no sentirá la hediondez.

(Entran en la tienda el Mariscal, el Capellán y Eilif).

Mariscal. (Palmeando el hombro a Eilif). Adelante, hijo mío, adelante, y siéntate a la derecha de tu Mariscal. Pues has realizado una hazaña, como piadoso soldado, y has hecho por Dios lo que has hecho, en esta gue­rra de religión, y por ello mereces alto concepto y reci­birás tu brazalete de oro apenas la ciudad sea mía. He­mos venido aquí para salvarles las almas, ¿y qué hacen ellos, como desvergonzados y asquerosos campesinos de mierda que son? ¡Nos arrean el ganado! Pero a sus curas se lo entregan por donde pueden. Bueno, al menos les en­señaste a vivir. Toma, échate una jarra del tinto, lo toma­remos los dos, de un solo trago. (Lo hacen). Y al capellán no le damos un c. . .o; él es demasiado piadoso. ¿Y qué quie­res para el almuerzo, querido?

Eilif. ¿Una lonja de carne, si pudiese ser?

Mariscal. ¡Carne, cocinero!

Cocinero. Encima se trae visitas, sabiendo que no hay nada.

(Madre Coraje lo hace callar, porque quiere escu­char).

Eilif. Desollar campesinos abre el apetito.

Madre Coraje. Jesús, es mi Eilif.

Cocinero. ¿Quién?

Madre Coraje. Mi hijo mayor. Hace dos años que le he perdido de vista; me lo robaron en plena carretera, y ahora debe de estar muy bien considerado si el mismo Mariscal le invita para el almuerzo. Y tú, ¿qué tienes para el almuerzo ahora? ¡Nada! ¿Oíste lo que quiere comer, como huésped que es? ¡Carne! Para tu bien, te acon­sejo: toma el capón, que te cuesta un florín.

Mariscal. (Se ha sentado, junto a Eilif y el Cape­llán, y grita). ¡Algo para comer, Lamb, bestia cocinera, o te mato!

Cocinero. ¡Dámelo, en nombre del demonio, concusio­naria!

Madre Coraje. ¿No decías que es un ave mísera?

Cocinero. Mísera es, pero dámela; es un pecado pagarlo, pero van cincuenta dineros.

Madre Coraje. Un florín he dicho. Para mi hijo mayor, que es el huésped querido del señor Mariscal, no hay nada que sea demasiado caro.

Cocinero. Al menos desplúmala, mientras yo enciendo el fuego.

Madre Coraje. (Se sienta para desplumar el capón). La cara que pondrá cuando me vea. Es mi hijo sagaz y teme­rario. Tengo otro que es medio tonto, pero probo. Y la hija no es nada. Por lo menos no habla, y eso ya es mucho.

Mariscal. Toma otro más, hijo mío; es mi Falerno favorito; aún queda un tonel o dos, si mucho, pero te lo doy de buen grado al ver que en mis tropas persiste to­davía la verdadera fe. Y al pastor de almas, lo dejamos no más que se contente con mirar, puesto que él sólo sabe pre­dicar cómo hay que hacer las cosas, y él mismo no sabe hacerlas. Y ahora, Eilif, hijo mío, cuéntanos, con pelos y señales, cómo te las arreglaste para jorobar con tanta gra­cia a los labriegos y quitarles las veinte reses. Esperemos que lleguen pronto.

Eilif. En uno o dos días, a más tardar.

Madre Coraje. ¡Cuánta consideración tiene mi Eilif al no haber traído hoy los bueyes! Si los traía ni habríais sa­ludado a mi capón.

Eilif. Pues bien: el asunto fue así. Averigüé que los campesinos habían llevado, bajo cuerda y, sobre todo, de noche, sus bueyes, que estaban escondidos en los bosques, a un montecillo que me fue indicado. Y allí los irían a re­tirar los de la ciudad. Les dejé arrear tranquilamente el ganado, diciéndome que ellos no lo habrían de encontrar más pronto que yo. Y a mi gente le abrí el gusto por la carne, le estreché la pobre ración durante dos días, hasta que ya se les hacía agua la boca apenas oían algo que empezase con car..., aunque no fuese más que carbón.

Mariscal. Has sido muy inteligente.

Eilij. Puede que sí. Lo demás fue una bagatela. Sólo que los campesinos tenían sus garrotes encima y eran tres veces más que los nuestros, y nos lanzaron un asalto criminal. Cuatro me arrinconaron en un arbusto, me hicie­ron saltar el acero de las manos y me gritaban: ¡Ríndete! ¿Qué hacer?, pensaba yo; ¡éstos me hacen picadillos!

Mariscal. ¿Y qué hiciste?

Eilif. Me reí.

Mariscal. ¿Qué?

Eilif. Me reí. Y se entabló una conversación. En se­guida empecé a regatear, y les dije que veinte florines eran demasiado para los bueyes, y que sólo les ofrecía quin­ce, como si estuviese dispuesto a pagarlos. Se quedaron aturdidos y se rascaban las cabezas. Yo aprovecho, me aga­cho, y recojo mi acero, y los saco corriendo. En la miseria no hay mandamientos, ¿no es así?

Mariscal. ¿Qué te parece, pastor de almas?

Capellán. Considerándolo estrictamente, no hallamos tal proverbio en la Biblia. Pero Nuestro Señor hizo qui­nientos panes de cinco, y en ese instante no había miseria siquiera. Y en aquel entonces bien pudo exigir que se amase al prójimo, porque todos estaban hartos y satisfechos. Hoy día las cosas están muy distintas.

Mariscal. (Ríe) Muy distintas. Ahora sí recibes tu trago, fariseo. (A Eilif). Los sacaste corriendo, así me gusta, y de esa manera mis bravas tropas pueden llenar el buche con algo. ¿Acaso no dicen las Escrituras: "En cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos pequeñitos, lo hicisteis a mí"? ¿Y acaso no fue eso lo que tú les hiciste? Una buena comida les conseguiste, con carne de buey, por­que no están acostumbrados al pan enmohecido. En otros tiempos se preparaban suculentos postres de pan blanco y vino, dentro de los morriones, y después de eso peleaban en pro de Dios.

Eilif. Así es, en seguida me agaché, recogí mi acero y los saqué corriendo.

Mariscal. Tienes la pasta de un joven César. Tendrías que ver al rey.

Eilif. Lo he visto de lejos. Tiene algo así como un brillo. Le quiero tomar por ejemplo.

Mariscal. Algo de él ya tienes. Aprecio a un soldado como tú, Eilif, a un valiente. Y le trato como a mi propio hijo. (Le conduce frente a un mapa). Mira la si­tuación, Eilif. Falta mucho todavía.

Madre Coraje. (Que ha estado escuchando y sigue des­plumando, airada, su capón). Mal Mariscal es ése.

Cocinero. Comilón será, pero malo, ¿por qué?

Madre Coraje. Porque necesita soldados valientes, por eso. Si supiese hacer un plan de campaña bueno, ¿para qué necesitaría soldados valientes? Bastarían los comunes. De por sí es prueba de que algo va mal, si en algún lugar se encuentran tantas virtudes juntas.

Cocinero. Yo creo que eso es prueba de que todo va bien.

Madre Coraje. ¡No! Que va mal. Como que si un Mariscal o un Rey son muy sandios y llevan a sus tro­pas a la mierda, entonces las tropas necesitan coraje para morir, y eso también es una virtud. Y si son muy ta­caños y no enganchan suficiente cantidad de soldados, en­tonces tienen que ser puros Hércules. Y si son unos ta­rambas y les importa un pepino de todo, entonces los sol­dados tienen que ser astutos como las culebras o si no, es­tán listos. Y del mismo modo han menester de lealtad descomunal cuando se les exige demasiado. Puras virtudes, que un país próspero y un Rey o un Mariscal eficien­tes no necesitan. En un país próspero no hay necesidad de virtudes, todos pueden ser más o menos mediocres, medio inteligentes, y hasta cobardes.

Mariscal. Apuesto a que tu padre fue soldado.

Eilif. Un gran soldado, me han dicho. Por eso mi ma­dre me previno. Sobre eso sé una canción.

Mariscal. ¡Cántala! (Grita estentóreamente). ¡Para hoy esa comida!

Eilif. Se llama "La Canción de la mujer y del soldado" (La canta, bailando una danza guerrera con su sable).

Pum-pum hace el rifle, y la daga tris-tras.

y al vadear te devoran las aguas.

¿Contra el hielo vas a ir? ¡Es locura, verás!

La mujer al soldado le hablaba.

Pero el soldado, con la carabina,

oía el tambor y a su son se reía:

¿acaso la marcha me daña?

Bajar hacia el Sur, subir hacia el Norte,

y la daga, al vuelo, con las manos coge.

Así a la mujer contestaba.

¡Ay, triste escarmienta quien no oye al sensato

y rechaza consejos de anciana!

¡Ay, no tanta audacia! ¡El sino es ingrato!

La mujer al soldado le hablaba.

Pero el soldado la daga ciñóse,

rióle a la cara y al vado adentróse:

¿acaso las aguas le dañan?

Si blanca la luna ilumina los techos,

volvemos: ¡agrégalo en tanto a tus rezos!

Así a la mujer contestaba.

Madre Coraje. (Continúa, desde la cocina, la canción, golpeando una olla con la cuchara):

¡Cual el humo te irás!

¡Y contigo el calor, pues calor no nos dan tus hazañas!

¡Ay, cuán pronto se esfuma! ¡Dios téngale amor!

La mujer del soldado así hablaba.

Eilif. ¿Qué es esto?

Madre Coraje. (Sigue cantando):

Y así, con la daga ceñida, el soldado

a chuzazos cayó y arrastróle el vado,

y, al vadear, le devoraron las aguas.

Blanca y fría la luna ilumina los techos,

mas él, aguas abajo, se debate en el hielo.

¿Y qué a la mujer contestaba?

Cual el humo se fue, y con él el calor,

pues no dieron calor sus hazañas.

¡Ay triste escarmienta quien al cuerdo no oyó!

La mujer al soldado le hablaba.

Mariscal. ¡Parece que hoy están de gran jarana en mi cocina!

Eilif. (Ha ido a la cocina. Abraza a su madre). ¡Haberte encontrado otra vez! ¿Dónde están los demás?

Madre Coraje. (En sus brazos). Todos bien, como el pez en las aguas. El Requesón es pagador del Segundo. Al me­nos no entrará en batalla. Del todo no pude retenerlo.

Eilif. Y el calzado, ¿qué tal?

Madre Coraje. Mañana volveré a ejercitar el mío.

Mariscal. (Se ha acercado). Conque tú eres la madre. Espero que tengas más hijos como éste para mí.

Eilif. No es poca dicha la mía: estás sentada ahí, en la cocina y oyes cómo elogian a tu hijo.

Madre Coraje. Sí, lo he oído. (Le da un bofetón).

Eilif. (Restregándose la mejilla). ¿Porque me robé los bueyes?

Madre Coraje. ¡No! ¡Porque no te rendiste cuando los cuatro estaban encima de ti y querían hacerte picadillo! ¿No te enseñé que te cuidaras? ¡Demonio finés!

(El Maris­cal y el Capellán están en la puerta, riéndose).